Por: Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
Eran las ocho de la mañana del 8 de
diciembre de 2005 cuando millones de mexicanos desayunaban frente a la
televisión, viendo en vivo lo que parecía ser una hazaña policial: un rancho
rodeado, agentes armados, gritos, víctimas liberadas. Todo perfecto… demasiado
perfecto. Lo que nadie sabía —o quizá nadie quiso preguntar— era que la escena
ya se había grabado en la vida real un día antes, sin luces, sin glamour y,
sobre todo, sin el respeto mínimo al debido proceso. Lo que el país vio aquel
día no fue un operativo, fue un capítulo más del reality show que México llama
“justicia”. El guion estaba escrito por la Agencia Federal de Investigación y
su director, Genaro García Luna, que veía en este montaje un espectáculo digno
de subir el rating y el prestigio. La realidad era otra: la detención había
ocurrido un día antes, y las víctimas estaban ahí para el show, no para la
justicia.
Hay historias que nunca terminan,
aunque los jueces digan lo contrario. El caso de Israel Vallarta y Florence
Cassez es uno de esos relatos donde la justicia y la mentira se dieron la mano
en horario estelar, con cámaras listas para capturar un momento… que en
realidad había sido ensayado.
Florence Cassez fue condenada a 96
años de prisión. Israel Vallarta quedó atrapado en un limbo legal, sin
sentencia durante más de 17 años. La diplomacia francesa se movió, la Suprema
Corte intervino y, en 2013, Cassez salió libre por violaciones al debido
proceso. Vallarta, en cambio, siguió preso, convertido en el ejemplo vivo de lo
que sucede cuando la justicia mexicana decide que la verdad es un detalle
menor.
Hoy, ambos están libres, pero eso
no significa que estén a salvo. Salir de prisión no borra el estigma, ni el
señalamiento social. Reconstruir la vida después de haber sido el rostro de un
montaje nacional es un reto mayor que la propia cárcel: recuperar la confianza,
volver a trabajar, encontrar un lugar donde no se les mire como culpables
eternos.
El caso Vallarta–Cassez no es un
capítulo aislado, es un síntoma estructural. Es la demostración de que, en
México, la justicia puede ser moldeada al antojo del poder y que el espectáculo
mediático puede tener más peso que la evidencia.
En el plano internacional, este
episodio dañó profundamente la imagen de México como Estado de derecho. Francia
lo sigue recordando como un agravio diplomático, y para la comunidad
internacional, la historia confirma lo que los informes de derechos humanos
repiten año tras año: que en nuestro país el debido proceso es frágil, y la
presunción de inocencia puede ser borrada por un guion televisivo.
Pero lo más grave es lo que pasa
dentro: la memoria social es corta, y aunque se probó el montaje, muchos
mexicanos siguen convencidos de que ambos eran culpables. Ese es el triunfo más
amargo de esta manipulación: sembrar una verdad falsa que ni la justicia ni la
libertad pueden arrancar del todo.
Mientras no existan mecanismos que
castiguen a quienes fabrican culpables, y mientras los medios continúen
prestándose a ser instrumentos del poder, cualquier ciudadano corre el riesgo
de ser el próximo protagonista de un montaje. Y entonces la pregunta ya no será
si eres culpable o inocente, sino si tu historia vende lo suficiente como para
justificar que se rompan las reglas.
Porque en México, cuando la justicia se viste de show, lo último que importa… es la verdad.
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