Fanny Uchuya Donayre
¿DÓNDE QUEDA LA INVESTIGACIÓN EFICIENTE?
Nuestra reciente casuística local es prolija, a la vez que patética.
¿Quién
repara los años de prisión preventiva sufrida por Liliana Castro, luego
absuelta del asesinato de la empresaria Fefer? ¿Cómo explicarles a los hijos de
Edita Guerrero que a su padre lo protege la garantía de inocencia pero aun así,
debió ir a la cárcel? ¿Por qué se presume negligencia o un acto de corrupción
en la actuación de los jueces que imponen medidas alternativas a la prisión?
Si aceptamos que toda persona se presume inocente
mientras una sentencia no declare lo contrario podemos concluir que, sólo excepcionalmente
de-bería encarcelarse a quien no se ha condenado. Dicha excepcionalidad obedece
a la necesidad de asegurar la realización de un proceso y a evitar que un probable
culpable eluda la acción de la justicia, sobre todo en casos graves. Este
principio tan simple de enunciar es, sin embargo, difícil de preservar en un
contexto en el que las exigencias coyunturales de represión terminan
desplazando a la protección de las libertades.
Ordenar la prisión preventiva de cualquier persona es
la decisión más compleja que le toca asumir a un Juez, incluso más difícil que
la propia sentencia, pues, podría estar encarcelándose a un inocente. La necesidad
de motivar rigurosamente dichas resoluciones, se convierte por ello en la
fuente de su legitimidad. Pero los jueces no son los únicos protagonistas de
este drama; como se sabe, actualmente es el fiscal quien, representando a la
sociedad, de-be solicitar y sustentar en audiencia pública dicha medida. Pero
qué debe hacer un Juez cuando la Fiscalía no logra sustentar consistentemente
su pedido de prisión o, lo que es peor, solicita dicha medida sin que existan
los presupuestos para disponerla, por ejemplo los fundados y graves elementos
de convicción de la comisión del delito.
Es que antes de demandar prisiones efectivas se debe exigir
investigaciones eficientes.
Por ello es que la ciudadanía en su conjunto, la
clase política, los medios de comunicación y en general todo aquél que considere
tener una opción responsable, debe reclamar que los encargados de realizar la
justicia penal cumplan su rol dentro de los estándares que se exige dentro de
un proceso penal en el que la prisión provisional no puede imponerse como pena
anticipada. No es suficiente un procedimiento oral, más rápido y menos
burocrático. De qué nos sirve todo ello, si es que prevalece la concepción
autoritaria antes que la protección de la libertad; si es que el propio Estado
alienta la prisión provisional con una legislación cada vez más severa sin
medir el impacto de dicha política en la protección de la seguridad ciudadana.
A más presos, ¿menos criminalidad?
El uso excesivo de la prisión preventiva se ve
reflejado en los datos estadísticos del Instituto Nacional Penitenciario. Así,
de los 71,913 internos a nivel nacional, sólo 36,111 se encuentran en calidad
de sentenciados, en tanto que 35,802 internos están en calidad de procesados al
habérseles dispuesto la medida cautelar de prisión preventiva. Es decir, que
para la mitad de la población penitenciaria a nivel nacional el Estado aún no
define su responsabilidad penal, sino que a pesar de encontrarse vigente la
presunción de inocencia dichas personas se encuentra “preventivamente” privadas
de su libertad.
Pero éste no es un problema sólo nacional. Un
reciente informe sobre el “Uso de la Prisión Preventiva en las Améri-cas”,
elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), concluye
que en Latinoamérica se ha incrementado ostensiblemente el uso de la prisión provisional
y que ello contraviene la esencia de una sociedad democrática; lo paradójico es
que ese fenómeno ocurre en el mismo periodo en el que se viene aplicando en
nuestros países un modelo de justicia penal que se consideraba más ponderado.
Sin lugar a dudas nos encontramos frente a un
problema complejo que no sólo afecta al sistema penal en su conjunto, sino
principalmente a la sociedad y al ciudadano de a pie. Queda en evidencia, pues,
las deficiencias estructurales de nuestro sistema de justicia penal, que no
solo requiere reformas legislativas sino una serie de cambios que involucran,
por ejemplo, fortalecer la independencia judicial desde todos los ámbitos, es
decir reconocer y respetar la función que realiza todo Juez o Jueza en tanto y
en cuanto imparten justicia.
Asimismo, dotar de un mayor entrenamiento a los
fiscales en técnicas de investigación y utilización de mecanismos que permitan
definir en el menor tiempo la responsabilidad penal del procesado, como es la
institución del proceso inmediato; revisar la utilidad de la detención
domiciliaria, que por su deficiente aplicación en años anteriores se optó
por restringirlo a determinados casos, tanto que hoy ya no se impone, y claro
está, implementar otros mecanismos alternos a la prisión preventiva para casos
en los que aún la presunción de inocencia se encuentra incólume, como por
ejemplo el brazalete electrónico, que hasta el día de hoy los jueces de
la República no pueden disponer por la letanía del proceso de adquisición de
dichos instrumentos a cargo de la Agencia de Promoción de la Inversión Privada,
generándose con ello la inaplicabilidad de la Ley N° 29499 “Ley de
Vigilancia Electrónica”, y por supuesto más hacinamiento penitenciario.
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