Por: Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
Cuando el mundo celebró la entrega del Premio Nobel
de la Paz a María Corina Machado Parisca, una mujer que ha puesto en riesgo su
vida por denunciar los abusos del régimen de Nicolás Maduro, en México ocurrió
algo que debería preocuparnos profundamente: la presidenta Claudia Sheinbaum
guardó silencio. O peor aún, respondió con evasivas, justificando la
“soberanía” de Venezuela y el respeto a los procesos internos de ese país.
Su postura no es casual. Es política, ideológica y
profundamente reveladora. Sheinbaum, heredera directa del proyecto
lopezobradorista, ha decidido mantener la vieja narrativa de la izquierda
latinoamericana que se aferra al discurso de los “pueblos oprimidos” mientras
defiende, sin decirlo abiertamente, a los opresores que gobiernan bajo el disfraz
del socialismo.
Lo que resulta más doloroso —y simbólicamente
poderoso— es que una mujer presidenta no haya sido capaz de reconocer el valor
de otra mujer que encarna la resistencia frente a un régimen autoritario. En
tiempos donde se habla tanto de sororidad, el silencio de Sheinbaum se vuelve
ruido: el ruido de la incongruencia.
Porque la sororidad no es selectiva. No se limita a
las mujeres que comparten tu ideología, tu partido o tu narrativa. La sororidad
verdadera se ejerce también frente a quienes, aunque piensen distinto,
defienden los derechos humanos, la libertad y la dignidad. Y en ese sentido, el
reconocimiento a María Corina Machado es histórico, no solo para Venezuela,
sino para todas las mujeres que han sido silenciadas por levantar la voz en
contextos de represión.
Pero Sheinbaum prefirió mantener el mismo tono
ambiguo que caracterizó durante años al gobierno de López Obrador frente a las
dictaduras de la región. No se atrevió a condenar los abusos de Maduro, no
celebró el triunfo moral de una mujer que desafió el autoritarismo, y, como su
antecesor, optó por mirar hacia otro lado.
La ironía es amarga: mientras una mujer venezolana
gana el Nobel de la Paz por su lucha contra un régimen socialista, México sigue
defendiendo con retórica diplomática a ese mismo régimen. Es la muestra de cómo
el poder puede vaciar de contenido los ideales que alguna vez parecieron
nobles.
Y hablando de ideales, resulta imposible no recordar
que Andrés Manuel López Obrador soñaba con ganar el Premio Nobel de la Paz. Lo
insinuó en entrevistas, lo dejó entrever en discursos y lo promovieron sus
seguidores con entusiasmo. Pero ese sueño hoy parece una quimera, un reflejo
distorsionado de lo que nunca fue. Porque quien aspiraba a ser un líder de paz,
acabó polarizando a un país y protegiendo con su silencio a gobiernos que
violan los derechos humanos.
La verdadera paz no se construye desde los aplausos
ideológicos ni desde los pactos entre autócratas. Se construye desde el valor
de mirar de frente la injusticia, aunque venga de los aliados políticos.
Claudia Sheinbaum tuvo la oportunidad de ser
solidaria con una mujer valiente, de mostrar independencia frente al legado de
su antecesor, de honrar la lucha femenina sin filtros partidistas. No lo hizo.
Eligió el silencio.
Y en política, como en la vida, el silencio también
habla.
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