Por Ed. Dr.: Claudia Viveros Lorenzo
En un mundo que aplaude el rendimiento, la comparación y el éxito fugaz,
muchas personas han convertido su vida en una competencia constante con el
prójimo. Se miden con el cuerpo, con la pareja, con el puesto laboral, con el
número de seguidores, con la ropa que visten o los lugares a los que viajan.
Compiten con los amigos, con la pareja, con la familia. El otro deja de ser un
igual y se transforma en un rival imaginario al que hay que vencer… aunque
nadie esté jugando más que uno mismo. La humanidad ha creado un ídolo
silencioso, uno que se disfraza de virtud pero esconde un castigo: la
perfección. Ese ideal inalcanzable que dicta cómo debemos lucir, trabajar,
amar, hablar y hasta envejecer. Ese sesgo humano que, sin darnos cuenta,
contamina nuestras decisiones, nos llena de ansiedad y rompe vínculos,
empezando por el vínculo más importante: el que tenemos con nosotros mismos.
Nos han enseñado que ser perfectos es lo correcto, lo deseable, lo que
nos garantiza aceptación. Pero nadie nos dice que, al perseguir la perfección,
renunciamos a nuestra humanidad. No hay espacio para el error, para la pausa,
para lo espontáneo. Todo debe estar calculado, editado, corregido. Lo que no
encaja con el ideal se borra, se oculta o se castiga.
Lo más alarmante de este fenómeno no es que haya ganadores o perdedores,
sino que la persona que compite, casi siempre, es la que más pierde. Se
desgasta. Se aleja de sí misma. Se traiciona. Vive en una angustia permanente
que se disfraza de “ambición”, pero que no es más que miedo al vacío, al
silencio, al propio reflejo. El “éxito” ajeno se convierte en un espejo
hiriente, no por lo que muestra, sino por lo que despierta: una sensación de no
ser suficiente.
Y cuando esta carrera enferma se vive desde lo femenino, la tragedia es
doble.
Porque a las mujeres se les ha enseñado —desde la cuna— que deben
competir entre sí: por el amor de un hombre, por la validación masculina, por
la belleza que dicten las revistas, por la juventud eterna. El discurso
heteropatriarcal no solo impone reglas crueles, sino que las hace parecer
naturales. Así, muchas mujeres crecen creyendo que su género es su enemigo, no
su aliada. Y el resultado es devastador: se desconfía de la amiga, se envidia a
la compañera, se juzga a la madre, se desprecia a la hija.
¿Cómo sanar si lo primero que se quiebra es la sororidad? Es tiempo de
dejar de correr. De apagar la maquinaria mental que compara y castiga. De
entender que la vida no es una competencia, es una experiencia. Que el
crecimiento no se mide en relación al otro, sino en la autenticidad con que se
camina el propio camino. Y que entre mujeres no debería haber competencia, sino
complicidad. Las redes sociales han amplificado este sesgo hasta el extremo.
Vidas editadas al milímetro, cuerpos sin celulitis, relaciones sin conflictos,
carreras sin tropiezos. La gente ya no muestra su vida, muestra una versión
aspiracional de ella. ¿Y qué ocurre del otro lado de la pantalla? Un público
que se compara, se frustra y, en muchos casos, se odia. El problema no es lo
que vemos, sino lo que creemos que nos falta para parecernos a eso.
Pero la perfección no existe. Es una ilusión peligrosa porque nunca se
alcanza, y en su persecución se puede perder todo: la salud mental, la
espontaneidad, la alegría, la autenticidad. Peor aún, convierte nuestras
relaciones en transacciones: si no cumples mis expectativas, no eres
suficiente. Si te equivocas, te cancelo. Si no encajas, te excluyo.
Este sesgo también nos vuelve jueces implacables de los demás. Exigimos
pureza, coherencia total, impecabilidad. No toleramos los matices ni las
contradicciones. Olvidamos que lo humano es precisamente eso: contradictorio,
imperfecto, complejo. Y al negar eso en los demás, también nos lo negamos a
nosotros.
La libertad real comienza cuando dejamos de aspirar a la perfección y
empezamos a vivir con integridad. Con errores, sí. Con tropiezos. Con
cicatrices. Pero también con compasión, con crecimiento real y con una
autoestima que no se derrumba al primer fallo.
Porque no se puede vivir toda la vida mirando de reojo al vecino. No se
puede amar lo propio mientras se odia el reflejo del otro.
Una vida en competencia es una vida vivida para nadie. Y quien vive para
vencer a los demás, termina por olvidarse de sí misma.
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