III
En
los años cuarenta permanecía casi inalterable el curso de la vida religiosa en
la provincia con sus costumbres, ritos, procesiones, hermandades y cofradías,
tal como las había tenido a comienzos de siglo.
El
viejo templo colonial había sido echado a tierra y en su reemplazo se construía
otro con afanes de ser monumental y de líneas arquitectónicas que jamás
pudieron satisfacer a los chínchanos. Se decían las misas de difuntos al viejo
estilo, con tres sacerdotes, un ataúd flanqueado por cuatro velones encendidos
y varios adornos florales. Las misas eran cantadas y el órgano de la iglesia
desplegaba sobrecogedores arpegios arrancados por las diestras manos de don
Juan Avalos, que era también maestro de coros y de misa. A veces rasgaban el
aire los tristes ecos de los dobles
o
los sonidos angustiantes de las agonías.
Las
procesiones que más concitaban el fervor de la feligresía eran, como hasta hoy,
las de semana santa y la del Señor de los Milagros. Existían muchas
celebraciones de los santos patrones: Santa Cecilia de los músicos, San Isidro
de los agricultores, San Nicolás de los panaderos, San Roque para pedir que
llegara el agua a los campos. Algunos barrios tenían también imágenes de la
Virgen María a las que sacaban de paseo pidiendo limosnas y obsequiando recuerdos. A dichas virgencitas llamábanlas
la pedilona o la peoncita. En Tambo de Mora era tradicional
la procesión de San Pedro, así como en El Carmen la de la virgen patrona y en
Topará la Virgen del Rosario. En Chincha Alta había también otras celebraciones
de menor significado e importancia, pero jamás vimos ni ayer ni hoy a Santo
Domingo de Guzmán, patrón de la ciudad, en procesión por las calles de Chincha
Alta. Cosa rara.
En
los primeros días de mayo llegaban a la iglesia de Santo Domingo las
procesiones de las cruces procedentes de distintos barrios vecinos. Mayormente
llegaban de Cruz Blanca, Ñoco, Balconcito.
En los días de cuaresma visitaban la provincia los recordados frailes
franciscanos predicadores, para avivar el culto católico. Hasta mediados del
cuarenta mantenían la costumbre de predicar en el atrio de la iglesia y sus
sermones eran tan impactantes que arrancaban lagrimones a muchos de los
piadosos oyentes. " Los cultos de
cuaresma llegaban rigurosamente ejecutados hasta el Domingo de Ramos, en el que
la procesión del Señor en
borriquito
constituía un espectáculo que llenaba de encanto. La imagen de Jesús de
Nazareth montado en un pollino blanco con adornos de plata labrada y rodeada de
centenares de fieles con palmas y ramas de olivo, recorría las calles de la
ciudad desde las tres de la tarde hasta las ocho de la noche. El borrico era
cuidado durante el año en casa de la familia Barrios, en la antigua avenida
Panamericana, hoy avenida América. La ciudad entraba en un ambiente beatífico,
casi místico; la fe religiosa se manifestaba auténtica. El jueves santo salía
la imagen del Señor Crucificado en procesión de la que se encargaba la
hermandad con señalado esmero. No había trajes morados ni cuadrillas de
cargadores, las andas eran llevadas por todos los fieles que lo desearan.
Intervenía la banda de música del colegio Pardo,
la banda Matías y la de los hermanos Huamán. La procesión del santo sepulcro
era llamada del señor
muertecito;
...salía luego del sermón de las tres
horas
en el que nunca faltaba un orador sagrado, franciscano y español, que
interpretaba elocuentemente las siete
palabras.
La procesión del santo sepulcro daba una vuelta a la plaza de armas y luego
ingresaba al templo. Después venía la procesión
de la aurora
y la celebración del domingo de
resurección.
Durante toda la cuaresma permanecía la imagen del Cristo yacente sobre un
sencillo catafalco en el centro del templo, rodeada de varitas de San José, rosas y romero; los fieles se
acercaban besando con recogimiento los pies de la imagen y una beata pasaba un
trozo de algodón con alcohol sobre los besos, tal vez para prevenir la posible
transmisión de enfermedades.
Al
concluir cada sermón de viernes las hermanas tenían dispuestas mesitas en las que se ofrecían
estampitas, cañitas con adornos de papel
cometa, artísticamente
recortado y con un níspero o cualquiera otra fruti-lla en la punta, cestitos de
pajilla primorosamente confeccionados, con pequeños bordados y un confite de sorpresa;
todo
esto a cambio de limosnas para el culto.
En
las celebraciones de pompa, que no eran muchas, organizadas por cofradías
rumbosas, se distribuían medallas recordatorias de plata y estampas de hilo con
impresión y filos dorados. La hermandad más afamada era la de la Virgen del
Perpétuo Socorro que organizara en 1912 doña Raquel Benavides de Carrillo,
hermana del general don Oscar. La Tercera Orden de San Francisco contaba con
respetables ancianitas de mantón y reclinatorio que seguían con unción las
novenas y todas la manifestaciones de la liturgia. Eran frecuentes los triduos
que se celebraban a San Judas Tadeo, Santa Elena, San Francisco Solano. Por los
años cuarenta ya no se hablaba de las famosas octavas de corpus, que fueron de
gran renombre a comienzos de siglo y que hasta hoy se celebran en algunos pueblos
de la sierra.
Las
festividades de octubre en homenaje al Señor de los Milagros eran
concurridísimas y creaban una competencia entre los gremios y asociaciones. La
novena de esta fiesta era con retreta en el atrio, fuegos artificiales en la
plaza y despliegue de mesitas dulceras, champús y otros potajes, alrededor de
la iglesia. Cada noche de novena se encargaba a una institución diferente que
podía ser el gremio de carniceros, Club Internacional, Trabajadores del
Mercado, Asociación de Empleados, etc. Los adornos florales que engalanaban la
imagen del Señor estaban de acuerdo con el bolsillo y la fe religiosa de los
miembros de la institución que estaba en turno.
A
veces ingresaban a la ciudad, en la madrugada o al anochecer, pequeñas
procesiones con santitos raros, procedentes de capillas diseminadas por los
alrededores de la ciudad. Venían con una murga pobre que interpretaba marchas
muy apresuradas, pero al ingresar a la zona urbana cambiaban el ritmo de la
música y tomaban las
partituras
conocidas. También había otro hecho notorio en estas pequeñas procesiones
campiñeras: al sentir bajo sus pies el adoquinado de las calles de la ciudad,
los fieles acompañantes colocábanse los zapatos que habían traído en un atadijo
colgado a sus espaldas.
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