Por E. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
En tiempos donde todo parece medirse por likes, seguidores y vínculos instantáneos, hablar de lealtad en las relaciones personales suena casi anacrónico. Sin embargo, es precisamente esta habilidad blanda —poco mencionada, casi nunca enseñada— la que determina la calidad, profundidad y durabilidad de los vínculos humanos. La lealtad no es espectacular, no da discursos ni exige atención, pero está presente donde importa: en la constancia, en la presencia silenciosa, en la defensa sin testigos.
Lealtad no es servidumbre ni silencio obligado. En una cultura que
aplaude el individualismo y el "yo primero", la lealtad se ha
confundido con la sumisión. Nada más alejado. Ser leal no significa soportar
traiciones, justificar errores ajenos o renunciar a uno mismo. Al contrario: la
lealtad es una postura ética frente a los vínculos. Es decir “estoy contigo”
sin necesidad de repetirlo. Es confrontar desde el amor, acompañar desde el
respeto y sostener sin poseer. Ser leal es tener la valentía de decirle la
verdad a alguien, incluso cuando no quiere oírla. Es no hablar mal a sus
espaldas, no traicionar su confianza, no desaparecer cuando las cosas se
complican. Es permanecer, no por obligación, sino por elección.
El valor de estar incluso cuando nadie está mirando. Vivimos rodeados de
vínculos volátiles, de amistades de temporada, de parejas que se construyen
sobre arenas movedizas. Y, aun así, seguimos anhelando relaciones que duren,
que nos abracen con la mirada y nos sostengan en la caída. Pero eso no ocurre
por azar. Ocurre cuando hay lealtad: esa elección cotidiana de cuidar al otro,
de no usarlo como moneda de cambio, de estar sin condiciones. La lealtad se
demuestra en los detalles: en quien no te abandona cuando estás en tu peor
momento, en quien no te juzga cuando te equivocas, en quien defiende tu nombre
cuando tú no estás para hacerlo. También se demuestra al respetar los secretos
confiados, al hablar bien del otro incluso después de que la relación haya
terminado, al honrar los afectos que nos marcaron.
La lealtad es un acto de madurez emocional. Ser leal implica también
lealtad a uno mismo. No se puede ser leal a otros si no sabemos quiénes somos
ni qué valores nos definen. La lealtad no es complicidad con lo injusto ni
tolerancia a lo tóxico. Es, más bien, la capacidad de elegir con quién
construir y por quién apostar, sin perder la brújula interior. En la amistad,
en la familia, en el amor, la lealtad se convierte en una garantía de paz.
Saber que puedes confiar plenamente en alguien, que no te apuñalará por la
espalda ni te borrará de un día para otro, genera una seguridad emocional que
ninguna red social puede ofrecer.
Cuando la lealtad falta, todo se tambalea. La traición duele tanto porque
rompe ese pacto invisible que parecía indestructible. Y duele más cuando ocurre
en silencio, sin razones, sin confrontación. La deslealtad hiere porque anula
la confianza y pone en duda todo lo vivido. Por eso, en un mundo tan líquido
como el actual, quienes practican la lealtad son, sin saberlo, una especie de
resistencia amorosa.
Ser leal es una forma de amar con dignidad. La lealtad no se compra, no se exige, no se improvisa. Se cultiva. Y cuando existe, transforma las relaciones humanas en refugios. Nos permite crecer sin miedo, compartir sin máscaras, y sostenernos sin condiciones. En tiempos donde todo caduca, las personas leales se convierten en tesoros silenciosos. Y aunque el mundo no siempre las aplauda, son quienes lo sostienen, día a día, relación por relación.
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