Raúl Sotelo Lévano
Estaba ella tendida en
el suelo esperando lo inevitable. Un grupo de hombres y mujeres cada uno con
una piedra entre sus manos, iban a darle muerte. El apedramiento era el máximo
castigo que recibiría María Magdalena por la vida tormentosa que había
observado. El griterío de condena era unánime.
El escenario cambió bruscamente cuando
un hombre de mediana estatura que se cubría con una túnica y calzaba sandalias,
se abrió paso entre los iracundos que vociferaban contra la mujer. Fijó su
mirada penetrante en cada uno de los rostros marcados por la ira y exclamó: “¿De qué se le acusa?”.
La respuesta fue una sola: “De adultera y merece la muerte”.
Jesús emergió como el defensor de la
caída en desgracia y comenzó su alegato: ¿Ustedes que son los testigos de
cargo, con qué autoridad moral señalan a esta mujer como autora de un delito el
cual os podría salpicarlos?
¿Pueden ufanarse de no tener pésimos
antecedentes que manchen su honorabilidad y dignidad como hombres y mujeres de
este pueblo?
¿Han cumplido con rigurosidad el papel
asignado a cada uno como esposo, esposa o hijos observando una conducta recta
que sea del agrado de Dios?
Ninguno abrió la boca para dar
testimonio valedero de su integridad personal. Al parecer una luz roja
parpadeaba dentro de sus almas y muchas de ellas podían estar en el mismo nivel
de María Magdalena. Se miraban de reojo unos a los otros, y una ráfaga de culpa
golpeó los rostros de una gran mayoría.
Jesús, dueño de la situación y con voz
estentórea dictó sentencia: “Aquel
que esté libre de pecado que arroje la primera piedra contra esta mujer”.
Hay palabras
condenatorias que penetran como taladro al interior del alma humana. Lo sacude
todo y el cerebro trabaja al máximo para ordenar todo este revoltijo.
Uno a uno los acusadores impactados por
la frase de Jesús, abandonaron sus posiciones y dejando caer las piedras que
iban a impactar en el cuerpo de la mujer, se alejaron sin voltearla cara
cargando el peso de su vergüenza.
El nazareno tomó el brazo de María
Magdalena y mirándola fijamente le dijo “VAMOS,
LEVÁNTATE, VETE Y NO PEQUES MÁS”.
Claro que sí, ella a partir de este
momento sepultó su oscuro pasado y se convirtió en la fiel acompañante del
hombre que le salvó la vida. Estuvo a su lado cuando cargando la cruz recorrió
dolorosamente el camino con dirección al Gólgota, vio con horror la crucifixión
y, fue la primera persona que habló con Jesús a pocos instante de resucitar.
Privilegio que no gozaron ninguno de sus apóstoles que brillaron por su ausencia
y abandonaron a su maestro cuando él más los necesitaba.
No tiremos pues piedras condenatorias a
nadie… porque esa piedra puede cambiar su trayectoria y convertirse en un perfecto
bumerang que impactará al que la lanzó.
¿Se atrevería arrojar la primera piedra
contra al que acusaba no sin antes mirarse en el espejo de su vida? ¡Qué sí lo
hará! Pues entonces hágalo, ah, pero no falle porque la segunda piedra tiene su
dueño (you) y si no lo sabe, Jesús, dictará sentencia en su expediente
penal por abandono de familia, ¿No que no?
Le advierto que allá no funciona la coima, sino acá en la tierra, muchos harán
fila para escuchar compungidos y avergonzados de su veredicto final.
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