Por: Juan Manuel Medina Cañas.
Manuel Nabonga, descendiente de los primeros esclavos
negros que llegaron al Perú, más conocidos por sus amistades con el apelativo de don Manongo, estuvo afincado en una de las rancherías
del sector de Sarandango del distrito de El Carmen; su existencia dejó tejida
una serie de historias que es dable recordarlas.
Así, toda su vida la pasó en el lugar de su nacimiento;
debido a las múltiples necesidades hogareñas que pasaba, desde muy joven se
dedicó a ejercer diferentes oficios tales como amansador de caballos, huesero,
rezador, capador de animales domésticos y por ende eficiente labrador en los
algodonales y cañaverales de los fundos pertenecientes a los abusivos
terratenientes hispanos.
Sus servicios como huesero y rezador muy pronto se extendió
por todas las comarcas chinchanas, muchas veces tenía que trajinar largos
tramos para ir a visitar a sus pacientes; por eso los vecinos comenzaron a
llamarlo como el negro de las buenas manos por sus prodigiosas curaciones.
Cierta noche que venía Manon-go desde el distrito de
Larán después de haber curado a sus enfermos, por el callejón antiguo que une
esta jurisdicción con el distrito carmelitano, casi a la mitad de dicha senda,
vio en una recodo a una hermosa mujer todas vestida de blanco que lloraba desconsoladamente,
lanzando ayes de dolor, al inte- rrogarla solo recibió como respuesta que tenía
hambre y frío, después de esto se desmayó.
El rezador al verla en tal estado sintió una profunda
compasión por ella, arropándola con su viejo poncho de lana, levantándola en
vilo enrumbó a su modesta vivienda, pensando que tal vez había sido maltratada
por su cónyuge.
Al llegar a su morada, al quererla abrigar con una
raída frazada de algodón; cual no sería su asombro al notar que en su regreso
había cargado un pesado y espantoso esqueleto.
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