sábado, 17 de septiembre de 2016

El saloon


Raúl Sotelo Lévano  
Años atrás en la segunda cuadra de Nicolás de Piérola, cerca a la Parada, existían varias cantinas. Acudían parroquianos buscando alegría, para después terminar llorando cuando un bolero les impactaba sus sentimientos. El alcohol y Daniel Santos se encargaron recordarles amores imposibles, y este dramático pedido no se hizo esperar ¡Mozo, sírvame en la copa rota que quiero sangrar gota a gota el veneno de su amor!
¿Ocurría riñas entre ellos? Pues sí, pero al comparar tales peleítas con el bolondrón causado por los cowboys en cualquier saloon del viejo oeste norteamericano, estos huaraperos solo eran inocentes niños de pecho.
La puerta del local tenía dos hojas, que se abrían y cerraban cuando ingresaba aquél cowboy, un gringo de aspecto rudo oliendo a vacas, pisando fuerte para hacerse notar.
Adentro, numerosas mesas donde se bebía y jugaban póker. Un mostrador bien surtido servía de atalaya al dueño y controlar así cualquier desorden. También estaba el pianista para alegrar el ambiente a veces caldeado por los efectos del licor.
Casi ocultos, cuatro tipos consultaban precios con varias damiselas encantadoras que ofrecían sus caricias. Una escalera a la segunda planta, era el tránsito obligado por las parejas cuando el amor comprado ya tenía luz verde.
De pronto, irrumpe un sujeto de rostro penitenciario adornado con una marcada cicatriz, dos pistolas al cinto listas a ser desenfundas. Más atrás, le seguían tres sujetos de igual o peor traza; eran cuatreros preparados para armar camorra.
Piden whisky, y lentamente pasean sus miradas penetrantes por todo el ámbito del saloon como buscando alguien o quizás a varios. Estaban dispuestos a saldar cuentas pendientes.
Se respiraba aire pesado y tenso. La tormenta cargada de enfrentamientos, insultos, sillas y botellas volando por encima; estaba por llegar. Finalmente serían los revólveres encargados de colocar una cruz sobre el cuerpo frío e inerte de algunos. ¿Pero quiénes?, eso les hacía sudar frío a todos.
El pianista, temiendo lo peor toca una melodía más alegre en un vano intento de darle otra cara a lo fúnebre de la situación. Los del póker, acostumbrados a olfatear trampas, sintieron que el piso se les movía y buscaban donde ocultarse apenas se desatara la balacera.
Se asegura que minutos antes de producirse una hecatombe en algún lugar del mundo, como fatal presagio, un silencio absoluto cubre la zona que será devastada; pues así, era el ambiente dentro del saloon. Cualquier cosa podía ocurrir.
De improviso, las dos hojas de entrada se abren bruscamente para dar paso, no al Llanero Solitario ni a HopalongCasidy, sino al sheriff, la autoridad del pueblo, casi tan igual al gobernador o el comisario policial de esta localidad ¡Cómo fueran como él!
Era un tipo alto, fornido, idéntico a John Wayne, que llegaba a imponer la ley sin importarle cómo, ni reparar con quien se enfrentaba, pues tenía fama de insobornable e incorruptible, como también implacable con los que infringían reglamentos establecidos. No se andaba con delicadezas al momento de imponer su autoridad, a diferencia de algunos que les tiemblan manos y piernas cuando tienen por delante a poderosos influyentes.
Los cuatro forajidos llevaban todas las de perder, porque sabían que antes de sacar sus armas, el sheriff les había encajado ya una bala entre ceja y ceja a cada uno. No tuvieron otra alternativa que salir, subir a sus caballos y desaparecer del pueblo a todo galope.
A los del salón les volvió el alma al cuerpo. El pianista entusiasmado golpeó con más fuerza las teclas; los vaqueros que apenas podían sostenerse en pie, ordenaron otra rueda de whisky; el cantinero juró convertirse en monje cuando sea viejo porque su negocio no terminó arruinado; y, los de arriba, los del segundo piso, con más ímpetu, terminaron la tarea dejada inconclusa.
  ¡Cómo anhelo, que en Chincha, convulsionada por la delincuencia, sus autoridades, actúen como este sheriff ¡Qué se ahorren ya de sus cansados e inútiles discursitos domingueros, y apliquen la justicia y el orden que para eso los nombraron!
No hacerlo, les va ocurrir, como se acostumbraba en el viejo oeste norteamericano, que obligados por los enardecidos pobladores ante su total incapacidad, abandonen esta provincia a todo lo que le den sus piernas, a falta de caballos y nunca más pretendan volver.




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