Raúl
Sotelo Lévano

¿Ocurría
riñas entre ellos? Pues sí, pero al comparar tales peleítas con el bolondrón
causado por los cowboys en cualquier saloon del viejo oeste norteamericano,
estos huaraperos solo eran inocentes niños de pecho.
La
puerta del local tenía dos hojas, que se abrían y cerraban cuando ingresaba
aquél cowboy, un gringo de aspecto rudo oliendo a vacas, pisando fuerte para
hacerse notar.
Adentro,
numerosas mesas donde se bebía y jugaban póker. Un mostrador bien surtido
servía de atalaya al dueño y controlar así cualquier desorden. También estaba
el pianista para alegrar el ambiente a veces caldeado por los efectos del licor.
Casi
ocultos, cuatro tipos consultaban precios con varias damiselas encantadoras que
ofrecían sus caricias. Una escalera a la segunda planta, era el tránsito
obligado por las parejas cuando el amor comprado ya tenía luz verde.
De
pronto, irrumpe un sujeto de rostro penitenciario adornado con una marcada
cicatriz, dos pistolas al cinto listas a ser desenfundas. Más atrás, le seguían
tres sujetos de igual o peor traza; eran cuatreros preparados para armar camorra.
Piden
whisky, y lentamente pasean sus miradas penetrantes por todo el ámbito del
saloon como buscando alguien o quizás a varios. Estaban dispuestos a saldar
cuentas pendientes.
Se
respiraba aire pesado y tenso. La tormenta cargada de enfrentamientos,
insultos, sillas y botellas volando por encima; estaba por llegar. Finalmente
serían los revólveres encargados de colocar una cruz sobre el cuerpo frío e
inerte de algunos. ¿Pero quiénes?, eso les hacía sudar frío a todos.
El
pianista, temiendo lo peor toca una melodía más alegre en un vano intento de
darle otra cara a lo fúnebre de la situación. Los del póker, acostumbrados a
olfatear trampas, sintieron que el piso se les movía y buscaban donde ocultarse
apenas se desatara la balacera.
Se
asegura que minutos antes de producirse una hecatombe en algún lugar del mundo,
como fatal presagio, un silencio absoluto cubre la zona que será devastada;
pues así, era el ambiente dentro del saloon. Cualquier cosa podía ocurrir.
De
improviso, las dos hojas de entrada se abren bruscamente para dar paso, no al
Llanero Solitario ni a HopalongCasidy, sino al sheriff, la autoridad del
pueblo, casi tan igual al gobernador o el comisario policial de esta localidad ¡Cómo fueran como él!
Era
un tipo alto, fornido, idéntico a John Wayne, que llegaba a imponer la ley sin
importarle cómo, ni reparar con quien se enfrentaba, pues tenía fama de insobornable
e incorruptible, como también implacable con los que infringían reglamentos
establecidos. No se andaba con delicadezas al momento de imponer su autoridad,
a diferencia de algunos que les tiemblan manos y piernas cuando tienen por delante
a poderosos influyentes.

A los
del salón les volvió el alma al cuerpo. El pianista entusiasmado golpeó con más
fuerza las teclas; los vaqueros que apenas podían sostenerse en pie, ordenaron
otra rueda de whisky; el cantinero juró convertirse en monje cuando sea viejo
porque su negocio no terminó arruinado; y, los de arriba, los del segundo piso,
con más ímpetu, terminaron la tarea dejada inconclusa.
¡Cómo anhelo, que en Chincha, convulsionada
por la delincuencia, sus autoridades, actúen como este sheriff ¡Qué se ahorren ya de sus cansados e
inútiles discursitos domingueros, y apliquen la justicia y el orden que para
eso los nombraron!
No
hacerlo, les va ocurrir, como se acostumbraba en el viejo oeste norteamericano,
que obligados por los enardecidos pobladores ante su total incapacidad,
abandonen esta provincia a todo lo que le den sus piernas, a falta de caballos
y nunca más pretendan volver.
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