Por: Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
Hay violencias que no dejan moretones, pero sí fracturas
irreparables. Una de ellas es la alineación parental: ese proceso silencioso y
venenoso mediante el cual uno de los padres manipula emocionalmente a un hijo
para que rechace, odie o tema al otro progenitor. Es una práctica cruel,
injusta y profundamente destructiva, aunque muchos la normalicen o la disfracen
de “protección”. Pero no lo es. Es violencia psicológica. Es abuso emocional.
Y, sobre todo, es una traición al derecho más básico de un niño: amar
libremente a ambos padres.
La alineación parental no surge de un conflicto entre
adultos, sino de un ego herido que decide convertir a un menor en un arma
emocional. El padre o madre alienador se coloca en el papel de víctima,
distorsiona hechos, exagera conflictos, inventa agravios y, sobre todo, siembra
un discurso constante de desprestigio. Poco a poco el niño adopta esa narrativa
como propia y empieza a rechazar al otro progenitor sin fundamento real.
Y las consecuencias son devastadoras.
Cuando la infancia se convierte en propaganda
Los niños alienados pierden algo que jamás deberían
perder: la posibilidad de construir su propia percepción del padre o madre
rechazado. Crecen con una visión distorsionada, alimentada por el odio ajeno y
no por su propia experiencia. Se les arrebata el derecho a formarse un criterio
propio, a sentir afecto genuino, a vivir una relación auténtica.
Esto provoca en ellos confusión, culpa, ansiedad y una
identidad fragmentada. ¿Cómo confiar en sus emociones si se les enseña que lo
que sienten está mal? ¿Cómo amar sin miedo a ser traidores del padre “bueno”?
¿Cómo crecer sin conflictos internos si se les obliga a tomar partido en una
guerra emocional que jamás les perteneció?
La alienación parental hace que el niño viva atrapado
en una lealtad forzada, en un constante temor a decepcionar, en un clima de
tensión donde cualquier gesto de cariño hacia el otro progenitor podría desatar
la furia del alienador.
Es una infancia secuestrada.
El padre alienador: manipulador disfrazado de víctima
El alienador suele justificarse diciendo que solo “protege” al menor. Su discurso está repleto de frases como: “yo solo digo la verdad”, “lo hago por tu bien”, “tu papá/mamá no te quiere”, “te abandonó”, “no merece tu amor”.
La realidad es otra: lo que busca no es seguridad, sino
control. No es bienestar, sino venganza emocional. En lugar de resolver sus
problemas de pareja, decide perpetuar la guerra a través del hijo. Y lo peor es
que muchas veces lo logra, porque los niños confían en quien los cuida, aunque
esa misma persona esté manipulando su mundo afectivo.
La alienación parental es una manera de ejercer poder.
Y como toda forma de poder mal usado, destruye.
Las secuelas que el tiempo no borra
Quien ha sido víctima de alineación parental carga con
cicatrices profundas que emergen en la adolescencia o adultez:
• Dificultad
para confiar en otros
• Miedo
al abandono
• Relaciones
afectivas inestables
• Culpa
persistente por el rechazo injustificado
• Baja
autoestima y confusión emocional
• Dolor
al descubrir, tardíamente, que fueron manipulados
Muchos, al llegar a la madurez, se enfrentan a la
devastadora verdad: fueron utilizados como herramientas de castigo. Y ese
descubrimiento puede romperlos más que la alienación misma.
Los adultos pueden pelear; los niños no deben ser el
botín
Es urgente decirlo con claridad: ningún niño debe
convertirse en portavoz del resentimiento de sus padres. La ruptura de pareja
no debe convertirse en ruptura emocional familiar. Los hijos necesitan amor,
estabilidad y la posibilidad de construir vínculos sanos con ambos padres.
Alinear a un menor es enseñarle que el amor es
condicional, que la lealtad se compra con miedo y que los vínculos se rompen
por capricho. Es sabotear su desarrollo emocional en nombre del ego.
La alineación parental no es un conflicto de adultos;
es una forma de abuso infantil.
Y como sociedad debemos detenerla. Porque una infancia
herida es un adulto roto. Y un adulto roto es un círculo de dolor que seguirán
pagando las generaciones que vienen.
Proteger a los hijos es permitirles amar sin miedo. Es
dejarlos decidir a quién amar y cómo hacerlo. Es no convertirlos en soldados de
una guerra que nunca debió existir.
Porque un padre que envenena a un hijo contra el otro,
también envenena al propio hijo para siempre.
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