Por:
Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
En un mundo donde las apariencias y el poder
adquisitivo parecen definir el valor de las personas, resulta urgente recordar
una verdad esencial: la educación es lo único que realmente nos diferencia. No
el dinero, ni los apellidos, ni los títulos vacíos. Es el conocimiento, acompañado
de la ética y la capacidad de pensar por uno mismo, lo que traza la verdadera
frontera entre la ignorancia y la grandeza humana.
La historia está llena de ejemplos que lo confirman.
Las fortunas van y vienen, los cargos se heredan o se compran, pero el saber no
se falsifica. Una persona puede perder todo lo material, pero jamás le
arrebatarán lo que ha aprendido, ni el criterio que ha formado gracias a su
educación. En cambio, quien se sostiene únicamente en el dinero o en las
apariencias vive en un equilibrio precario, dependiente de circunstancias
externas que, en cualquier momento, pueden cambiar.
La educación no se reduce a asistir a clases o acumular
diplomas. Es un proceso continuo, una actitud frente a la vida. Es la
dispo-sición a aprender, cuestionar, analizar y actuar con responsabilidad. Una
persona verdaderamente educada no solo domina conocimientos, sino que también
desarrolla ética, empatía y juicio crítico. En tiempos donde la información
abunda pero la comprensión escasea, esa combinación se convierte en una forma
de resistencia y de distinción.
La sociedad contemporánea, marcada por la inmediatez,
la cultura del consumo y la exhibición constante en redes sociales, ha
distorsionado muchas veces el sentido de lo que significa “triunfar”. Se valora
más la apariencia del éxito que el esfuerzo real por alcanzarlo. Sin embargo,
la educación nos recuerda que el éxito no radica en lo que se muestra, sino en
lo que se sabe y en cómo se actúa frente a los demás. Un ser humano íntegro no
se mide por lo que tiene, sino por cómo usa lo que sabe para mejorar su
entorno.
La educación es también un acto de libertad. Quien se
educa rompe las cadenas de la manipulación y del conformismo. Una mente formada
con pensamiento crítico no se deja arrastrar por discursos vacíos ni por
ideologías convenientes. Tiene la capacidad de decidir, de cuestionar, de
construir sus propias convicciones. Por eso, los pueblos educados son los más
difíciles de someter: porque el conocimiento empodera, y la ética da sentido a ese
poder.
Por otro lado, la educación es el terreno donde se
cultiva la ética, ese valor que hoy parece tan escaso y, sin embargo, tan
necesario. De nada sirve acumular saberes si estos se utilizan para el
beneficio propio a costa de los demás. La educación sin ética se convierte en
manipulación o arrogancia. En cambio, cuando el conocimiento se guía por
principios, se transforma en servicio, en ejemplo, en legado.
Educar no es solo transmitir información, sino formar
conciencia. Los verdaderos maestros no enseñan solo contenidos, sino que
despiertan en sus alumnos la curiosidad, la reflexión y el sentido de
responsabilidad. Una sociedad que invierte en educación está invirtiendo en su
futuro, en su capacidad para resolver conflictos, innovar y convivir con respeto.
Por el contrario, una sociedad que desprecia la educación se condena al
estancamiento y a la desigualdad perpetua.
Muchos creen que el dinero abre todas las puertas.
Puede que sí, pero no las más importantes: las de la dignidad, el respeto y la
admiración genuina. El conocimiento, en cambio, abre puertas que el dinero
jamás podrá comprar: las de la sabiduría, la comprensión y la posibilidad de
transformar el mundo desde la razón y la empatía.
En tiempos de crisis, de polarización y de pérdida de
valores, es urgente volver a poner la educación en el centro. No como un
privilegio, sino como un derecho y una responsabilidad compartida. Educar no es
solo tarea de las escuelas, sino de las familias, los medios, las empresas y
las instituciones. Todos formamos parte del tejido educativo que moldea a las
próximas generaciones.
La educación nos distingue porque nos humaniza. Nos
permite mirar más allá de nosotros mismos, entender la complejidad del mundo y
actuar con sentido. No hay lujo que se compare con la serenidad de saber quién
se es y qué se defiende. No hay joya más valiosa que una mente despierta ni
poder más duradero que el de la ética aplicada al conocimiento.
Por eso, invertir en educación es invertir en el alma
de la sociedad. Porque al final del día, lo que verdaderamente nos separa no
son los bienes materiales, sino la calidad de nuestros pensamientos, la
profundidad de nuestras convicciones y la rectitud de nuestros actos.
El dinero puede elevarte por un tiempo, pero solo la
educación y la ética te sostiene para siempre.
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