Por: Giuliano P. Milla Segovia
Mi parada por Alto
Larán fue casual. Mi destino era El Carmen, pero ante la infraestructura
colonial de la Iglesia que, se dice perteneció a los jesuitas, y los tentadores
comentarios de mi compañera, no dudé en bajarme de la bicicleta. No me
sorprendió encontrarla abandonada, por lo que recuso a cualquier tipo de
asombro políticamente moral ante la negligencia gubernamental. Su desolación,
más bien, lejos de desconcertarme, estimuló mi interés por penetrar en sus
recovecos y atravesar alguna que otra puerta, que no dejaban de recordarme a
Las Puertas de la Percepción, cosa que ahora me parece razonable por la
sensación de elasticidad del tiempo y absorción del espacio que se tiene al
estar allí, caminando por sus interiores, con rumor a secreto.
Esta Casa Hacienda,
depredada por la misma historia, hizo que piense en un juego online llamado ‘99
rooms’ que descubrí cuando tenía 15 años, porque sus cuartos al igual que el
sofocante y claustrofóbico juego, sugieren la vivencia desierta del vacío. Y
sus colores, entre verdosos y turquesas, despiertan un sentimiento baldío que
no encuentra más referente que la nada misma.
Antes de ingresar en
las habitaciones, unos niños que jugaban dentro me dijeron que ‘Momo’ estaba
allí. “¿Momo está ahí?” les dije. “Sí”, respondieron, “tengan cuidado con Momo”
fue lo que respondí. Me pareció singular cómo El Cucu es reemplazado por Momo,
aunque mi 99 rooms no estaba lejos de esa diferencia generacional. Sin
desviarnos de esta parte, de repente se podría ver este diálogo con los niños
como un “miedo tonto” que el adulto debería de haber neutralizado con, se me
ocurre, “tranquila hijita, no pasa nada”, pero pensé en la necesidad de la
experiencia del terror que cuando niños seguro muchos de nosotros ha
experimentado, si es que no de adultos. Solamente que ante la ausencia de un
cine con una cartelera como “It”, tenemos una crepitante hacienda abandonada
cuyos pasillos convocan a las potencias subterráneas del inconsciente. Luego,
otro niño dijo sorprendido “hay murciélagos adentro”, otra vez sumándome a esta
camaradería del horror, dije “tengan cuidado con los murciélagos”. Ya en el
interior, lo primero que llamó mi atención fue un pasadizo con un descenso que
parecía llevar a un túnel. La oportunidad de bajar para averiguar qué había me
impulsó a descender algunos escalones hasta meter casi la totalidad de mi
cuerpo en el hueco. De pronto, un murciélago o varios aletearon con fuerza a un
metro de mi rostro, al instante y sin dudarlo, salí ahuyentado. ¡Caray! Estos
Momos con alas infernales sí eran verídicos.
Arriba esperaban mis
audaces compinches, que conocían con destreza bélica el terreno. Cuando yo me
dirigía a una habitación y llegaba, ellos ya estaban ahí pese a haber estado
conmigo segundos antes en otro espacio. Se movían con la agilidad de un
fantasma. Luego de un buen rato de ser examinado por los vigías infantiles,
todos éramos un mismo regimiento. Con las miradas, parecían indicarme a donde
ir. No hacían falta las palabras, sus señales me llegaban muy bien dentro de
este código de silencio, protegido por la melodía lúgubre de la callada Casona.
Cuando estuve en las
ruinas de la Iglesia Colonial, subí por un flanco con aspecto medieval con uno
de esos estrechísimos pasajes por donde pareciera que Quasimodo subirá a tocar
las campanas de la Catedral de Notre Dame. Más aún, la presencia de mi infantil
compañía le dio un cariz literario a este momento. Pero en vez de gárgolas,
encontré ángeles vigilantes, que por su deterioro, eran más bien, ángeles
caídos. Y, a pesar de los destellos del sol, las figuras angélicas contagiaban
un frío de mármol que recordaba más un cementerio que el paraíso.
Una vez leí a una
psicoanalista que decía que cuando las lucen de la civilización se apagan y la
mente racional está dormida, el Diablo vuela por la noche como los murciélagos.
Yo agregaría que, este apagón cultural, da lugar a excrecencias humanas y
naufragios cívicos. Quizás, mirar la oscuridad de la cultura y dejar que se
muevan los contenidos del inconsciente, sea un primer paso para reconocer
nuestra sombra colectiva y así, poco a poco, iluminar el terreno que los
murciélagos nos ganaron.
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