Por: Raúl Sotelo Lévano
Sí
mamá, a muchas cosas. Machacaste duro conmigo para que el respeto a los mayores
sea una obligación, y qué decir del saludo afectivo con su respectiva venia. Me
acostumbraste a aceptar nuestras limitaciones económicas, pero sin claudicar y
siempre con la mirada adelante en busca de mejores ocasiones de bienestar. Tu actitud
rígida casi militar para obedecer las reglas disciplinarias impuestas en el
hogar, sin quebrantarlas por ningún motivo.
Tú
me acostumbraste madre a gozar a plenitud la divina sensación de felicidad al
ver junto a mis zapatos la pelota de jebe y los soldaditos de plomo con sus
respectivas canicas en los amaneceres de cada 25 de diciembre. Sí, tú me acostumbraste
a compartir juntos los momentos de tristeza y dolor apretando los dientes de
impotencia ante la desaparición de tu hijo Mario. Tú me acostumbraste a la bendita
tarea de atizar el fuego en nuestra rústica cocina de adobe atiborrada de leña
de huarango para la cocción de los frijoles en la vieja olla de barro ¿Te
acuerdas?
Sí mamá, tú me acostumbraste a no derribarme
en tus dolorosas horas de agonía y a no despotricar de esta vida cruel.
Tú
me acostumbraste a sentir lo liviano de tu cuerpo bendito dentro del ataúd. Tú
me acostumbraste a recordarte hoy y siempre con bellas rosas junto a tu
fotografía.
Finalmente
madre, tú me acostumbraste a llevar prendida en la camisa una flor roja como
señal que tú estabas viva. ¿Y hoy qué cuando ya no estás? Pues, esa flor hoy
está junto a mi corazón teñida de sangre de amor y agradecimiento por ti, y por
todas las madres de este mundo.
“Contigo aprendí que
tu recuerdo no lo cambio por ninguno. Que mañana mismo puedo irme de este
mundo, pero las cosas buenas que viví junto a ti, se irán conmigo hasta
perderse en la oscura eternidad”.
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