Raúl Sotelo Lévano
En 1982, el notable
escritor colombiano Gabriel García Márquez fue galardonado con el Premio Nobel
de Literatura. Fiel a su estilo personal siempre desprovisto de cualquier
demostración de vanidad, él rehusó vestir como lo exigía la Academia Sueca para
esta clase de evento social, como era enfundarse el eticoso y deslumbrante frac
negro. La pomposidad le producía desazón.
Para sorpresa de los
invitados, entre hombres y mujeres, que lucían elegantes trajes de gala y
finísimas joyas dando al recinto un toque de distinción palaciega, Gabriel
García Már-quez hizo su aparición ataviado con un liqui-liqui de color blanco,
una especie de guayabera, un traje típico de su país, y por añadidura había
pertenecido a su abuelo materno. El novelista confesaría después que sus ojos
se humedecieron al recordar al viejo tronco de la familia.
Se escenificó un
extraño cuadro. La blanca figura del homenajeado en el centro rodeado de
personas vestidas de traje oscuro, que daba un aspecto fantasmagórico. En ese
preciso momento García Márquez brillaba con luz propia nítida desde cualquier
ángulo del amplio salón. Los demás solo eran un complemento.
En una entrevista
posterior, el escritor diría textualmente: “Esa noche sentí que estaba asistiendo a mi propio funeral”. En efecto,
había suficientes hombres de negro como para cargar su ataúd, pero él afuera
como un espectador más. Una comparación suya producto de su exquisita ironía.
Esa noche Gabriel
García Márquez escribió su propia novela, cortísima, él como actor principal y
arrastrando tras de sí sus definiciones y convicciones, que hasta ahora
mantiene, dignas de un ser humano ex-cepcional. Aprovechó del ho-menaje para
mostrarse tal como es, sin adoptar ninguna pizca de hipocresía y petulancia.
El Premio Nobel, para él, había pasado a un
segundo plano.
OTROSÍ DIGO: El Instituto Mundial
de Investigación de la Economía de Desarrollo llegó a la conclusión que,
aproximadamente 1,000 millones de per-sonas se acuestan hambrientos todas las
noches. Que cada 3.5 segundos alguien muere de hambre, la mayoría niños menores
de 5 años; que el 0.5% más rico controla más de un 35% de la riqueza del mundo;
que más de 3,000 millones de personas, o sea, cerca de medio mundo, viven con
menos de dos dólares por día. En el 2008, 9 millones de niños murieron antes de
llegar a su siguiente cumpleaños.
Hay más tormentos que
me impiden seguir.
Ante este cuadro
pavoroso con cifras escalofriantes que revelan cuan injusta es la actual
humanidad, solo por citar un desbarajuste de los muchos que se comente, es la
celebración del Año Nuevo (que de nuevo no tiene nada). Los habitantes de este
planeta, se entregan a un derroche descomunal y voraz de gastos en comida,
licor y costosos regalos. Saben perfectamente que están pasando por encima de
otros millones más, que padecen mil y una necesidades reflejados en sus rostros
signados por el dolor y la miseria, pero igual se atragantan hasta el hastío
para quedar exánimes con el abdomen repleto y la mirada perdida en el vacío.
Pero cuando el piso se
les mueve bajo sus pies como gelatina, en pleno terremoto, gritan y tiemblan
como peleles desarticulados y arrodillados invocan lo que nunca invocaron en
los momentos de obnubilación de sus mentes en pleno éxtasis de su jolgorio, olvidándose
de aquellos hermanos castigados por el infortunio.
¿Feliz Año Nuevo? Es un año como el
anterior y será igual como los que vienen más adelante. Los felices o infelices
seremos nosotros inmersos en este medio convulsionado donde a diario suceden
hechos inimaginables que hacen dudar si somos o no racionales.
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