Por: José Castro Silva
Era un muchacho desfavorecido por la
naturaleza. Su aspecto era algo tosco y sus facciones también. Supongo que
habría sido víctima de la viruela
porque, su cara estaba sembrada con las señas que deja esta enfermedad
en casi todos los niños que la han padecido.
Había llegado a vivir a la casa de uno de
los vecinos del barrio, de ese barrio
inolvidable de la segunda y tercera cuadra de Independencia donde, por su cercanía al mercado central, nos tenía como
vecinos a familias de todas las razas: chinos, japoneses, negros, serranos y cholos
iqueños. El referido vecino al que me he referido, se dedicaba a la venta de
pan que ofrecía en dos canastones que ponía en la calle Amazonas, cerca del
mercado Central. Creo que el recién llegado mera familiar suyo porque vi-vía en
su casa y, le ayudaba en el negocio y en los quehaceres del hogar.
El espíritu palomilla y travieso, ese
que inspira a todos los muchachos para poner apodo a los amigos, nos había hecho
bautizarlo como “Papayón” y así lo
llamábamos. Aunque ustedes no lo crean, lo que más molestia nos causaba era
que, al referido dueño del nuevo apodo, eso no lo incomodaba y, cuando lo
llamábamos por su apelativo…, con una franca y dulce sonrisa nos respondía: ¿qué?
Así se hizo amigo de toda la muchachada
del barrio y participaba de todos nuestros juegos: a “la pega”, al “chicharrón
maravilla y quema”, a las escondidas”, a “la prima” y también, del fulbito que
jugábamos en la calle de la misma cuadra
o, a veces en la canchita que estaba ubicada en lo que hoy es el mercado Modelo
y que nosotros llamábamos “El Cerquito”. Recuerdo que por ahí pasaba una
pequeña acequia a la que a veces, se filtraban algunos camarones del río. Yo recuerdo
haber atrapado algunos.
En muchas oportunidades, nos fuimos
hasta cerca de Huamaní por la orilla del río y, una vez en dicho lugar,
juntábamos troncos y palos de madera que luego, con unas cuerdas que habíamos
llevado; hacíamos una o dos rústicas balsas según el número de pasajeros y
después de dividirnos en grupos, nos
embarcábamos en ellas para viajar por el río, de regreso a la ciudad. Como
ustedes imaginarán, el periplo era sumamente divertido y riesgoso pero, eso no
impedía que lo hagamos con cierta frecuencia.
Llegábamos a la ciudad y, a la altura
de “El Dique” que estaba ubicado próximo a lo que hoy es el barrio “La
Esperanza” que antes no existía. Cada uno separa
ba uno o dos palos y con ellos,
llegábamos a nuestras casas, diciéndole
luego a mamá que habíamos ido a traer leña para que cocine. Las madres que habían
estado muy preocupadas por sus hijos, y que, en cada hogar habían recibido la
misma justificación, se reconfortaban luego de ver que no nos había pasado nada
y que estábamos apoyándolas al traerle leña para cocinar.
Practicando otra de nuestras
acostumbradas travesuras, cierta vez, nos fuimos en grupo a “robar” uvas en la
hacienda Vista Alegre, digo “a robar” pero, lo que verdaderamente hacíamos era
“comer uvas” dentro de la misma hacienda Vista Alegre. Recuerdo que había un gringo de esos
cascarrabias y con mentalidad de alemán, que era el guardián de la Hacienda.
Cuando nos veía, vociferaba y nos amenazaba apuntándonos con una escopeta vieja
que no sabíamos si disparaba o no.
Que le pasaría al antipático gringo que
una vez, nos esperó escondido entre los arbustos y, cuando ya estábamos
adentro, prestos a iniciar nuestro banquete, salió de su escondite y ¿saben
qué?: capturó a nuestro querido
“Papayón”. Lo amarró con una cuerda en un árbol y se sentó junto a él con su
escopeta en la mano. “Papayón “ gritaba y lloraba pidiéndole clemencia pero, el
gringo permanecía inconmovible. No hubo más remedio que organizar el rescate de
nuestro amigo así que, seguros que el gringo no nos iba a disparar; con nuestras
hondas, empezamos a lanzarle piedras hasta que se marchó con su escopeta en las
manos. Nos acercamos sigilosos al árbol del suplicio y luego de desatarlo,
rescatamos al amigo. Una vez desatado, él lloraba y se reía de felicidad o de
nervios, valorando nuestra preocupación y nuestro exitoso operativo de rescate y, llevando como
trofeo la cuerda con la que había sido amarrado.
Regresamos y, cuando llegamos al
barrio, hicimos nuestro ingreso triunfal haciendo mucha bulla y llevando en
hombros al recatado, gritábamos en coro:
“Papayón”… “Papayón”… mientras que los vecinos, nos miraban asombrados sin
comprender nuestra algarabía.
Que la vida te haya sonreído
Un Buen día, nuestro querido amigo y
recordado compañero de travesuras, desapareció del barrio tal como llegó y,
nunca más he sabido nada de él. Donde
sea que estés amigo “Papayón”, ojalá que la vida te haya sonreído y que vivas feliz.
0 comentarios:
Publicar un comentario