Raúl Sotelo Lévano
Años atrás en la segunda cuadra de Nicolás de Piérola, cerca a la
Parada, existían varias cantinas. Acudían parroquianos buscando alegría, para
después terminar llorando cuando un bolero les impactaba sus sentimientos. El
alcohol y Daniel Santos se encargaron recordarles amores imposibles, y este
dramático pedido no se hizo esperar ¡Mozo, sírvame en la copa rota que quiero
sangrar gota a gota el veneno de su amor!
¿Ocurría riñas entre ellos? Pues sí, pero al comparar tales peleítas con
el bolondrón causado por los cowboys en cualquier saloon del viejo oeste norteamericano,
estos huaraperos solo eran inocentes niños de pecho.
La puerta del local tenía dos hojas, se abrían y cerraban cuando
ingresaba aquél cowboy, un gringo de aspecto rudo oliendo a vacas, pisando
fuerte para hacerse notar.
Adentro, numerosas mesas donde se bebía y jugaban póker. Un mostrador
bien surtido servía de atalaya al dueño y controlar así cualquier desorden. También
estaba el pianista para alegrar el ambiente ya caldeado por los efectos del licor.
Casi ocultos, cuatro tipos
consultaban precios con varias damiselas encantadoras que ofrecían sus
caricias. Una escalera a la segunda planta, era el tránsito obligado por las
parejas cuando el amor comprado ya tenía luz verde.
De pronto, irrumpe un sujeto de rostro penitenciario adornado con una
marcada cicatriz, dos pistolas al cinto listas a ser desenfundas. Más atrás, le
seguían tres sujetos de igual o peor traza; eran cuatreros preparados para
armar camorra.
Piden whisky, y lentamente pasean sus miradas penetrantes por todo el
ámbito del saloon como buscando alguien o quizás a varios. Estaban dispuestos a
saldar cuentas pendientes.
Se respiraba aire pesado y
tenso. La tormenta cargada de enfrentamientos, insultos, sillas y botellas
volando por encima; estaba por llegar. Finalmente serían los revólveres
encargados de colocar una cruz sobre el cuerpo frío e inerte de algunos. ¿Pero
quiénes?, eso les hacía sudar frío a todos.
El pianista, teniendo lo peor toca una melodía más alegre en un vano
intento de darle otra cara a lo fúnebre de la situación. Los del póker, acostumbrados
a olfatear trampas, sintieron que el piso se les movía y buscaban donde ocultarse
apenas se desatara la balacera.
Se asegura que minutos antes de producirse una hecatombe en algún lugar
del mundo, como fatal presagio, un silencio absoluto cubre la zona que será
devastada; pues así, era el ambiente dentro del saloon. Cualquier cosa podía
ocurrir.
De improviso, las dos hojas de entrada se abren bruscamente para dar
paso, no al Llanero Solitario ni a Hopalong Casidy, sino al sheriff, la
autoridad del pueblo, casi tan igual al gobernador o el co-misario policial de
esta localidad ¡Cómo fueran como él!
Era un tipo alto, fornido, idéntico a John Wayne, que llegaba a imponer
la ley sin importarle cómo, ni reparar con quien se enfrentaba, pues tenía fama
de insobornable e incorruptible, como también implacable con los que infringían
reglamentos establecidos. No se andaba con delicadezas al momento de imponer su
autoridad, a diferencia de algunos que les tiemblan manos y piernas cuando
tienen por delante a poderosos influyentes.
Los cuatro forajidos llevaban todas las de perder, porque sabían que
antes de sacar sus armas, ya el sheriff les había encajado una bala entre ceja
y ceja a cada uno. No tuvieron otra alternativa que salir, subir a sus caballos
y desaparecer del pueblo a todo galope.
A los del salón les volvió el alma al cuerpo. El pianista entusiasmado
golpeó con más fuerza las teclas; los vaqueros que apenas podían sostenerse en
pie, ordenaron otra rueda de whisky; el cantinero juró convertirse en monje
cuando sea viejo porque su negocio no terminó arruinado; y, los de arriba, los
del segundo piso, con más ímpetu, terminaron la tarea dejada inconclusa.
¡Cómo anhelo, que en Chincha, convulsionada por los actos de abusos y corrupción,
sus autoridades, ajustándose fuertemente sus pantalones, actúen como este
sheriff ¡Qué se ahorren ya de sus cansados e inútiles discursitos domingueros,
y apliquen la justicia, el orden y la educación que para eso los nombraron!
No hacerlo, les va ocurrir, como se acostumbraba en el viejo oeste norteamericano,
que obligados por los enardecidos pobladores ante su total incapacidad, abandonen
esta provincia a todo lo que le den sus piernas, a falta de caballos y nunca
más pretendan volver.
Si de algo hay que lamentarnos y golpearnos el pecho como acto de arrepentimiento,
es nuestra ya reconocida bendita y santa paciencia para soportar estoicamente,
y por años, a mediocres gobernantes en todos los niveles. ¡Como si fueran unas
damas no los tocamos ni con el pétalo de una flor! Pero ellos sí nos dan duro
hasta en el suelo, zapatean con furia sobre nosotros, ¿y cómo reaccionamos?,
pues le ofrecemos el otro lado de la cara para que nos sigan masacrando. O sea,
que somos unos…
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