Raúl Sotelo L.
Faltaban pocas horas
para dejarla de ver y quizás nunca más volveríamos a encontrarnos. Es bellísima
por donde se le mire de cualquier ángulo. Encantadora, irresistible, vestida
totalmente de verde.
No, no es lo que
piensan, no es una mujer, ojalá lo fuera. Es el parque de Silver Spring, en el
Estado de Maryland. Un escenario como sacado de un cuadro de pintura, la que ha
quedado grabado en mi recuerdo.
Casi despuntando el alba
llegaba allí todos los días para recorrerla de principio a fin. Todo un espectáculo
es este bosque serpenteado por senderos pavimentados. Frondosos árboles y
vistosos jardines, todo sembrado sobre una gigantesca alfombra de césped.
Esa noche era la despedida.
No habrían abrazos, promesas ni juramentos, caricias sí porque amorosamente
pasé mis manos por la banca de madera refugio de mis recuerdos y añoranzas de
la patria lejana. Toqué el asiento de metal donde a todo lo largo me tendía literalmente
para efectuar mis flexiones corporales.
Recorrí los caminitos
rodeados de jazmines y tulipanes. Me extasié con los destellos luminosos de las
luciérnagas y les dije adiós a las inquietas ardillas.
Si algún día lograra
retornar será para reanudar nuestro corto y fugaz idilio. De repente, por esas
cosas del destino, llegaremos a unirnos hasta que la muerte nos separe y mis
restos queden allí enterrados junto a ella.
La última noche que pasé
contigo, se cortó abruptamente en complicidad con el cielo gris cargado de
lluvia, truenos y relámpagos, en pleno verano, que me empapó totalmente. Tú
fuiste la que me dijo al oído “ya vete a
descansar, sino pierdes el avión mañana”.
Las despedidas son
tristes, por eso alguien dijo que “viajar es como morir un poco”. No lo creo
así, porque es un ir y venir con la esperanza de un feliz reencuentro.
“La última noche que pasé contigo la llevo guardada como fiel testigo de
aquellos momentos en que fuiste mía…”
Otrosí digo: Lo desconecté para limpiarlo. No lo
hacía mucho tiempo. El auricular separado del teclado no representa nada, y ese
pegajoso rin, rin, rin que sale de sus entrañas, callado como un mudo. El
monstruo estaba en reposo.
El teléfono, ese aparato
entronizado en nuestras vidas mañana, tarde, noche y en la madrugada, es el
portavoz, el comunicador, el receptor de nuestros pesares, desengaños y satisfacciones
que recibimos en cualquier momento. Él no entiende de sutilezas en el momento
de lanzar sus bocanadas de mensajes. Mecánicamente cumple su papel de apañador de
tragedias, o a veces es el vocero de una luz de esperanza.
Cuantas lágrimas no han
caído sobre el teléfono cuando en una noche de pesadilla ella lapidó una
relación de amor “sabes, lo nuestro ya terminó. No me llames nunca más”, o
cuando por su boquilla se escuchó un grito jubiloso que retumbó el dormitorio “Salió tu visa, ya puedes viajar”.
El teléfono puede ser el
mensajero de la muerte o el relacionista público de una dicha desbordante.
Por eso amigo teléfono
cuando tengas un anuncio sombrío, o como cuando una voz femenina atrozmente pegajosa
anuncia “su servicio está restringido y acérquese a pagar y bla, bla, bla”, por
tu bien cállate. No sea que en mi exasperación te arroje y tengas que volar por
los aires.
Todo maltrecho te
recogeré y a manera de excusa te diré “ya
vez ALÓ que te expones”.
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