Por Claudia Viveros Lorenzo
En días recientes, el anuncio del divorcio de la
influencer Mely Flores volvió a colocar en el centro del debate público un tema
que, aunque pareciera superado, sigue profundamente anclado en el imaginario
social: la idea de la “familia completa”. El caso de Emilio, conocido
mediáticamente como “el niño de todos”, ha despertado en algunos sectores una
preocupación que se expresa casi como sentencia moral: “ahora el niño ya no
tendrá una familia completa”. La frase se repite con ligereza, como si el
bienestar infantil dependiera exclusivamente de la permanencia de una estructura
familiar tradicional y no, como lo muestran décadas de estudios y experiencias
reales, de la calidad de los vínculos, el cuidado emocional y la estabilidad
afectiva.
Resulta preocupante que, en pleno siglo XXI, sigamos
midiendo la salud de una familia por su forma y no por su fondo. La noción de
que solo una familia nuclear —mamá, papá e hijos bajo el mismo techo— garantiza
bienestar es una idea arcaica, heredada de modelos sociales que ya no responden
a la complejidad del mundo actual. No solo es reduccionista, sino profundamente
injusta con millones de niñas y niños que crecen en hogares diversos: con
madres solteras, padres solteros, abuelos, familias reconstituidas, hogares
adoptivos o familias separadas que ejercen una crianza corresponsable.
En el caso de Emilio, la discusión pública parece
olvidar un punto esencial: la adopción no es un acto de caridad ni un experimento social; es una decisión legal, ética y
profundamente humana orientada al interés superior del menor. Ese interés no se
evapora con un divorcio. Al contrario, puede fortalecerse si los adultos
responsables priorizan la estabilidad emocional del niño por encima de los
conflictos de pareja. Una separación no es sinónimo de abandono, y mucho menos
de fracaso parental.
La narrativa de la “familia incompleta” es, además,
peligrosa. Coloca una carga simbólica sobre los hombros de los niños, como si
les faltara algo esencial, como si estuvieran destinados a una carencia
permanente. ¿Qué mensaje enviamos cuando repetimos que un niño “ya no tendrá”
algo que nunca fue garantía de bienestar? ¿Acaso no conocemos hogares con
padres juntos donde reinan la violencia, el silencio, el miedo o la
indiferencia? ¿Y no conocemos, también, familias separadas donde hay acuerdos,
respeto, cuidado y amor genuino?
Las llamadas familias “disfuncionales” —otro término
que convendría revisar— no se definen por la separación, sino por la
incapacidad de los adultos para ofrecer un entorno seguro y afectivo. La
disfunción no está en el divorcio; está en la violencia normalizada, en la
negligencia emocional, en la imposición de roles rígidos que anulan a las
personas. En contraste, muchas familias separadas son profundamente
funcionales: establecen límites claros, mantienen comunicación honesta,
practican la corresponsabilidad y colocan a los hijos en el centro de las
decisiones.
También es necesario cuestionar el juicio social que
recae con mayor peso sobre las mujeres. Cuando una madre se divorcia,
especialmente si es una figura pública, el escrutinio se vuelve implacable. Se
le exige perfección, sacrificio absoluto y una permanencia en relaciones que,
en ocasiones, ya no son sanas. Poco se habla del valor que implica tomar
decisiones difíciles para proteger la salud emocional propia y la de los hijos.
Permanecer juntos “por los niños” ha sido, en demasiados casos, la coartada
perfecta para prolongar entornos dañinos.
Emilio no pierde una familia porque dos adultos decidan
separar sus caminos. Emilio tiene —y eso es lo verdaderamente relevante—
adultos responsables, una red de apoyo y un marco legal que vela por sus
derechos. La familia no se rompe cuando cambia de forma; se rompe cuando falla
el cuidado. Y el cuidado puede existir, y existe, en múltiples configuraciones.
Como sociedad, tenemos la responsabilidad de actualizar
nuestros referentes. Dejar de romantizar estructuras que no siempre funcionan y
empezar a valorar prácticas de crianza basadas en el respeto, la empatía y la
estabilidad emocional. El bienestar infantil no se mide por fotografías familiares
ni por estados civiles, sino por la posibilidad de crecer en un entorno donde
se escuche, se cuide y se ame.
Quizá el verdadero debate no debería ser si Emilio
tendrá o no una “familia completa”, sino si estamos dispuestos a abandonar
prejuicios que ya no sirven y a reconocer que las familias, como la vida misma,
cambian, evolucionan y se reinventan. Y que, muchas veces, en esa reinvención,
se vuelven más sanas.
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