Por: Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
Arquímedes
aseguraba que, si se le daba un punto de apoyo, movería el mundo. Y aunque la
frase suele aparecer como una metáfora poderosa de la física clásica, en
realidad encierra una verdad profunda para la vida cotidiana: nadie crece solo,
nadie avanza en el vacío, nadie trasciende sin un eje que sostenga su
movimiento. Ese punto de apoyo puede ser una persona, una causa, una creencia,
un proyecto o incluso una convicción íntima sobre quiénes somos y hacia dónde
vamos. Lo importante, más allá de lo evidente, es reconocer su existencia y
alimentarlo para convertirlo en el motor real de nuestras metas.
Vivimos tiempos donde se promueve la narrativa del
“self-made”, individuos que supuestamente se construyen desde cero, sin ayuda
de nadie, como si la independencia absoluta fuera una virtud moderna y el
éxito, una demostración de autosuficiencia. Esa historia resulta atractiva para
las redes sociales, pero falsa ante cualquier análisis serio. Todo proceso de
crecimiento personal, profesional o emocional está atravesado por vínculos,
estructuras, oportunidades, aprendizajes heredados o compartidos. La autonomía
no niega la necesidad de un punto de anclaje; al contrario, se fortalece a
partir de él.
Si observamos a las grandes figuras de la historia—los
líderes sociales, los empresarios que transformaron sectores, los activistas,
los creadores artísticos, los científicos—veremos que cada uno tuvo un soporte
esencial. A veces fue una familia que creyó cuando nadie más lo hacía; otras,
una mentoría silenciosa; otras, un fracaso sembrado en tierra fértil, que se
volvió cimiento; y otras, un sueño casi irracional, pero sostenido con disciplina.
El punto de apoyo no siempre es visible, pero siempre es determinante.
En México y en el mundo, miles de jóvenes profesionales
atraviesan una etapa donde el éxito parece medirse en likes y contactos, más
que en raíces. Pero sin raíces no hay árbol que sobreviva al viento. Ese punto
de apoyo es lo que permite crecer con coherencia, con dirección, sin que el
entorno nos mueva al vaivén de expectativas ajenas. Lograr metas implica tener
una brújula ética y emocional, un fundamento desde el cual lanzar esfuerzos,
tomar decisiones y sostenernos cuando el camino se vuelve complicado.
Ese punto de apoyo puede tener formas distintas según
la etapa de la vida. En la juventud suele ser la intuición; a media carrera, es
la experiencia; en la madurez, la claridad. Pero en todos los casos, es un
ancla que nos recuerda que hay razones detrás de cada paso y que el crecimiento
personal no es un salto al vacío, sino un proceso donde lo más difícil no es
llegar, sino sostenerse.
Cuando observo a los emprendedores que acompañan
procesos de innovación social, o a los estudiantes que buscan su lugar en un
mercado profesional competitivo, veo siempre dos actitudes: los que avanzan
dispersos y los que avanzan desde un punto firme. Los primeros acumulan
experiencias, pero no dirección. Los segundos transforman cada experiencia en
estructura. Es esa diferencia la que determina el impacto y la permanencia.
Una sociedad que desea progreso necesita promover
puntos de apoyo colectivos, no solo individuales. Políticas públicas que
reduzcan desigualdades, educación de calidad, espacios donde la creatividad
pueda incubarse, redes de apoyo que sostengan el talento femenino, indígena,
diverso. No hay crecimiento sostenible si solo unos cuantos tienen palanca y el
resto debe construir la suya sin herramientas. El punto de apoyo, en esta
dimensión, se convierte en justicia estructural.
En lo personal, sostener un punto de apoyo implica
reconocer qué nos mueve. ¿Es el miedo al fracaso o el deseo de aportar? ¿Es la
búsqueda de validación o la necesidad de ser coherentes con nuestras
convicciones? El punto de apoyo no debe confundirse con apego o dependencia. No
es refugio para evitar el riesgo, sino plataforma para convertirlo en impulso.
En un mundo que exalta la inmediatez, tener un punto de apoyo nos recuerda que
las cosas importantes requieren tiempo, constancia y sentido.
A lo largo de la vida he encontrado mi propio punto de
apoyo en la palabra: escribir, investigar, conversar con la realidad, incomodar
cuando es necesario. Esa certeza—que la palabra transforma—ha sido mi palanca.
No se trata de escalar por ambición, sino de mover algo más grande que uno
mismo: generar reflexión en el lector, animar discusiones que importan,
construir una narrativa crítica.
Todos deberíamos preguntarnos cuál es nuestro punto de
apoyo y cómo podemos fortalecerlo. ¿Qué nos sostiene? ¿Qué nos impulsa? ¿Qué
nos da dirección cuando el ruido externo pretende dictar el rumbo? En ese
simple ejercicio se pueden encontrar respuestas que redefinen el sentido de
nuestras metas.
Porque el mundo sí puede moverse, aunque no sea con una fuerza descomunal, sino con una convicción sólida. Arquímedes tenía razón: el punto de apoyo existe. El reto contemporáneo es encontrarlo, sostenerlo y permitir que nos eleve.
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