Por Ed. Dr.: Claudia Viveros Lorenzo
El mundo católico despierta con un sabor amargo. Tras los avances
—tímidos pero significativos— que representó el pontificado de Francisco en
temas tan sensibles como la inclusión de personas divorciadas, homosexuales y
la modernización de la mirada eclesiástica sobre la familia, la llegada de León
XIV y sus primeras declaraciones han levantado un muro de alarma y desencanto.
Con una firmeza doctrinal que recuerda los tonos preconciliares, el nuevo
Papa ha declarado que “la familia solo puede concebirse como la unión entre un
hombre y una mujer dispuestos a procrear”. Y aunque esa frase pueda parecer un
eco del catecismo tradicional, su peso político y simbólico es monumental:
marca una ruptura con el proceso de apertura iniciado por su antecesor y señala
una posible involución en la Iglesia Católica.
¿Qué significa esto para millones de creyentes que han visto en la Iglesia
un espacio en transformación? ¿Qué mensaje se envía a los católicos
divorciados, a las parejas homosexuales creyentes, a los fieles que han buscado
reconciliar su vida con su fe en un contexto de mayor humanidad y comprensión?
El pontificado de Francisco no fue revolucionario en el sentido radical.
Pero lo fue en el gesto: hablar de acompañamiento pastoral a divorciados,
recibir a personas LGBTQ+ con dignidad, cuestionar estructuras de poder
anquilosadas. Su lenguaje fue el de la misericordia, no el del castigo. El de
la escucha, no el del dogma inflexible. León XIV, en cambio, parece hablar con
voz de retroceso.
En un mundo en el que las religiones luchan por no perder relevancia ante
las nuevas generaciones, cerrarse es una forma de extinguirse. ¿De qué sirve
custodiar una pureza doctrinal si eso significa aislarse de la realidad y de
los sufrimientos concretos de millones de personas?
La Iglesia, que se proclama madre, no puede seguir expulsando a sus hijos
con la bandera de la ortodoxia. No puede seguir nombrando como desviación lo
que es simplemente una expresión legítima de la diversidad humana. Y no puede,
sobre todo, retroceder después de haber generado esperanza.
Las palabras de León XIV, estadounidense, que por motivos administrativos
se nacionalizó peruano, no son solo una postura teológica: son una declaración
de guerra contra la inclusión. Y si bien puede contar con el aplauso de
sectores conservadores dentro y fuera del Vaticano, también se ha ganado el
desencanto de quienes creyeron —por fin— que había espacio para todos en la
Casa de Dios.
El reto para los creyentes no es fácil. ¿Seguirán caminando con una
Iglesia que parece volver la espalda a sus vidas? ¿Buscarán otros espacios de
fe más humanos y menos jerárquicos? ¿Callarán, resistirán, o se irán?
La historia del cristianismo está llena de concilios, reformas y
rupturas. Quizá estemos al borde de una nueva. Porque lo que está en juego no
es un matiz doctrinal: es la dignidad de millones.
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