Por:
Juan Manuel Medina Cañas
Don Casimiro
Pachas, dueño de una próspera panadería ubicada en la calle ancha (hoy calle
Los Ángeles) del Pueblo Alto de Santo Domingo (hoy Chincha Alta), vivía feliz y
contento al lado de su cónyuge, una hermosa dama sunampina llamada Tomasa
Atúncar y de sus dos únicos hijos, los mismo que le ayudaban en sus quehaceres
cotidianos.
Así, transcurría el tiempo.
Pero como todo no es felicidad en la vida, el
laborioso menestral, padecía de una extraña enfermedad; unos manifestaban que
se trataba de un caso de epilepsia y otros que adolecía de sueños profundos que
duraban varias horas.
Cierta tarde, cuando su amada esposa Tomasa trató de
despertarlo para la merienda, todos sus esfuerzos fueron en vanos; por lo que
de inmediato se solicitó la presencia del galeno titular de la ciudad, el mismo
que diagnosticó que el panificador había fallecido de muerte natural.
Aquella misma noche para la realización del velorio no
falta-ron los familiares, amistades, curiosos; además se contó con la
asistencia de las llamadas rezadoras y lloronas para despedir al difunto.
Al día siguiente, muy temprano enrumbaron al antiguo
cementerio ubicado al final de la Alameda de los Ficus (hoy calle Alfonso
Ugarte) para darle cristiana sepultura, luego de los discursos y lamentos se
retiraron con mucha tristeza por tan irreparable pérdida.
Esa misma tarde, los viejos sepultureros escucharon
insoportables ruidos provenientes del sepulcro del artesano; los mismos que en
lugar de sacar la lápida de la fosa para ver qué sucedía; corrieron a la casa
de los familiares, quienes muy apresurados llegaron al camposanto, al abrir el ataúd,
vieron con gran sorpresa que el rostro y el cuello de don Casimiro estaban
desgarrados; entonces se dieron cuenta que el panadero había sido sepultado
vivo, por cuanto su fallecimiento no fue por el diagnóstico que diera el
médico, sino como consecuencia de una asfixia.
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