Por Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo
Cuando en 2013 el humo blanco anunció el nombre de Jorge Mario Bergoglio
como el nuevo Papa, pocos imaginaron el profundo viraje de imagen que viviría
la Iglesia católica. Francisco, el Papa venido del “fin del mundo”, no solo
trajo consigo una nueva narrativa, sino una transformación profunda —y
necesaria— en la manera en que la Iglesia se presentaba ante un mundo cada vez
más escéptico y herido por sus propios escándalos.
El papado de Francisco no se ha construido en grandes dogmas ni en gestos
de poder, sino en algo más simple y revolucionario: humanidad. Un Papa que
prefiere los zapatos gastados a los mocasines de lujo; que opta por vivir en
una residencia modesta en lugar de los históricos aposentos pontificios; que
habla de los pobres, los migrantes, el medio ambiente y la inclusión, tocando
temas que antes parecían lejanos en el rígido discurso eclesial.
Francisco supo que el reto no era solo doctrinal, sino de imagen pública.
La Iglesia llegaba a su papado erosionada por décadas de escándalos de abuso
sexual, corrupción interna y una desconexión evidente con los problemas reales
de la sociedad. Él entendió que más que imponer, debía acercarse; más que
condenar, debía abrazar.
Y esa esencia, humilde y empática, logró algo que parecía imposible: que
muchos que ya habían dado la espalda a la Iglesia, miraran de nuevo, aunque
fuera con una esperanza tímida.
¿Qué pasará después de Francisco? Este es el verdadero dilema que hoy
enfrenta el Vaticano. Francisco, con todas sus luces y sombras —porque las
tiene—, personificó un intento de reconciliación de la Iglesia con el mundo
moderno. Pero la gran pregunta que se cierne en el horizonte es si su sucesor
podrá sostener esa imagen de cercanía o si, por el contrario, se volverá a una
Iglesia que mira al mundo desde lo alto de su torre de marfil.
La elección de un nuevo Papa no será solo una cuestión de votos o
intrigas en el cónclave. Será una batalla silenciosa entre dos visiones: una
Iglesia que continúa acercándose a la gente o una que decide replegarse en su
estructura tradicional, bajo el riesgo de volverse irrelevante para nuevas
generaciones.
Si el próximo Papa no comprende la importancia de la imagen institucional
que Francisco reconstruyó con tanto esfuerzo, la Iglesia podría enfrentar una
pérdida aún mayor de fieles y de credibilidad. No basta con vestir de humildad;
se necesita genuina convicción. No basta con hablar de los problemas del mundo;
hay que actuar en ellos.
La imagen importa, pero la coherencia más. Francisco enseñó que, en estos
tiempos, la imagen pública de cualquier institución, incluida la Iglesia
católica, debe estar profundamente conectada con su actuar. Ya no alcanza con
las palabras. El mundo moderno exige coherencia, transparencia y humanidad. La
época del poder incuestionable terminó. La Iglesia, como cualquier otra
institución, debe ganarse cada día el derecho de ser escuchada.
El próximo Papa tendrá el inmenso reto de no traicionar esa conquista. De
entender que hoy la fe no se impone, se inspira. Y que la verdadera grandeza de
la Iglesia no reside en sus ornamentos dorados, sino en su capacidad de tocar
corazones reales en un mundo real.
La herencia de Francisco no se mide en documentos, sino en esperanza. Más
allá de las encíclicas, de los gestos históricos y de los discursos memorables,
el gran legado de Francisco es haber recordado al mundo que la Iglesia debe ser
primero un hogar antes que un tribunal, un refugio antes que una vitrina de
perfección.
Hoy, quienes elijan al próximo Papa no solo decidirán el rumbo de una
institución milenaria; decidirán también si la llama de cercanía y humanidad
que encendió Francisco seguirá viva o se apagará lentamente en el incienso de
la nostalgia.
El mundo, cada vez más hambriento de empatía y verdad, estará observando.
Y no olvidará.
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