viernes, 30 de septiembre de 2016

¡Hasta primo lo aceptamos!


Por: Raúl Sotelo Lévano
¿Quién lo hubiera imaginado? Al mono solo le faltó 1.5 por ciento de empuje genético para tener la misma capacidad del hombre y competir con él en igualdad de condiciones, esto es, hablar, escribir y razonar, y porque no, llegar a la perversión de convertirse en un político.
Los antropólogos han determinado que hace más de cinco millones de años, la raza humana y los simios con ancestros comunes, tomaron caminos separados. Una rama dio origen a los parientes de King Kong, y la otra, a los antropoides, de los cuales surgió el Homo Sapiens, o sea ese problemático ejemplar llamado hombre.
Un mísero gen, que es una de las partículas que el núcleo de la célula condiciona la transmisión de los caracteres hereditarios, fue lo que le faltó al simio para ponerse los pantalones largos y tratar de tú al Rey de la Creación. O sea una minúscula partícula ausente en el cerebro del mono determinó que la humanidad no diera un vuelco de insospechada magnitud, y sabe Dios qué es lo que estuviera pasando en estos instantes.
Si como seres humanos, aparentemente normales, nuestros partidos políticos naufragan en el mar de la corrupción, un mono más capaz, ya habría ocupado el sillón presidencial. ¿Se imagina a un orangután con la banda bicolor jurando como Primer Mandatario?
La naturaleza fue sabia al no permitir la igualdad entre el uno y el otro, y ese 1.5 por ciento es la bendita pared que nos separa de los simios. Así, de este tamaño faltó para ser de ellos hermanos de padre y madre. Sólo somos parientes bien .cercanos, pues se ha demostrado que la secuela de ADN, tanto del hombre como de nuestro primo, se asemeja en casi un 99 por ciento. Casi nada.
En algo si ellos nos superan, aparte de no ser unos corruptos ni traidores, es su resistencia al SIDA, a la influenza, y a la malaria, entre otras enfermedades, pero para su desgracia su vida es corta. Pocos son los que celebran sus bodas de rubí.
Esto sí que nos aterra; algunos biólogos están en la búsqueda de ese gen que prolonga el periodo de desarrollo del cerebro humano y luego aplicado a los monos mediante una ingeniería genética, con los que nos igualarán.
De ser así, ni pensar todo el desbarajuste que se crearía en el mundo, como por ejemplo  que un gorila  vistiendo  un
terno rojo de casimir inglés, zapatos mo-casines italianos y sombrero de paño, se presente al Jurado Nacional de Elecciones para candidatear como alcalde o presidente de la Región Ica.
Con toda seguridad su gestión sería mucho mejor que aquellos representantes de los partidos políticos que con su credibilidad por los suelos hoy son gobernantes.
OTROSI DIGO: A las 8 de la mañana del 06 de Agosto de 1945, los habitantes de la ciudad de Hiroshima, ni en la más horrible de sus pesadillas, hubieran podido presagiar que quince minutos después vivirían el más atroz de los tormentos.
Una bola de fuego apareció allá arriba, y en contados segundos explotó antes de tocar tierra. Un relámpago brillante iluminó el firmamento y la temperatura ascendió a 300,000 grados que borro todo vestigio de vida. La bola de fuego al impactar en la superficie se elevó absorbiendo el polvo de todo lo que quemó formando un gigantesco hongo.
Tres días después, el 19 de Agosto, cae una segunda bomba en la localidad de Nagasaki; y con esta nueva hecatombe se produjo la rendición del gobierno japonés ante las fuerzas norteamericanas, y con ello terminó la Segundo Guerra Mundial.
El saldo de esta monstruosa acción bélica: 25 mil muertos, 70 mil personas prácticamente fuera de toda circulación física, dos ciudades casi borradas del mapa, y un recuerdo impregnado de dolor e impotencia que aún no desaparece.
Si existe el infierno, Harry Truman, el presidente de EE.UU., que autorizó se arrojara las dos bombas atómicas, estará retorciéndose con el fuego abrazador que lo envolverá toda una eternidad. Sus alaridos de dolor no inmutarán en lo mínimo al impávido Satanás.
Cuando el avión B-29, de donde se arrojó la bomba, se alejaba a toda velocidad de la ciudad japonesa, el capitán Robert Lewis, copiloto de la nave, comentó: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”
¡Asesinos!






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