Cada día que transcurre, es una Historia nueva en la vida de las
personas. Sin embargo, cada año, todos los miembros del mundo Cristiano, nos
preparamos para celebrar nuevamente la misma fiesta que celebramos
hace 365 días. ¿Se acuerdan?.
Nos encontramos en los días previos de la celebración de otra
NAVIDAD, la Navidad del 2,012 y, como ocurre casi todos
los años, el ambiente ha empezado a transformarse en un ambiente de Feria
pueblerina, de ofertas, de compras, de ventas y de regalos. Debo precisar
que, cuando me refiero a “Regalos”, me estoy refiriendo sólo a las
personas que pueden regalar y recibir pero, no a aquellas que sabiamente
consideran que, en la Navidad se conmemora el nacimiento de Je-sús, el salvador
de los Hombres.
Sin embargo, este año hay un ingrediente distinto de los que estamos
acostumbrados… un ingrediente que tiene preocupados a gran parte de la
población del mundo. Nos referimos al Apocalipsis, a ese suceso que, según
anuncios y vaticinios, se debe producir este 21 de diciembre.
Pues bien… yo estoy seguro que no va a ser así, porque el Fin del Mundo,
empezó a gestarse desde hace mucho tiempo, desde que nosotros mismos empezamos
a descuidar nuestro Planeta sin pensar que, gran parte del adelanto y la
tecnología que disfrutamos, si bien es cierto nos brindaba una serie de comodidades
y satisfacciones, también es cierto que iba destruyendo el pla- neta y los
medios de protección naturales como la capa de Ozono
Sin embargo, hay algo en que casi nadie repara y es que, el dueño del
cumpleaños, el dueño de la fiesta, el dueño del Nacimiento que se celebra, cada
25 de diciembre en el mundo cristiano, ha pasado ahora a un segundo plano para
ser desplazado por el Papá Noel. Ese viejito gordo, simpático y de sonrisa bonachona que
todos los años, “trae” los regalos y visita los hogares de los niños ricos y
los de clase media pero, que se olvida casi siempre, de visitar los hogares
humildes, los hogares de los niños pobres, ahí donde la Navidad, es
simplemente… tener algo para comer.
Hacen muchos años, cuando yo era niño, como todos los niños del mundo
Católico, yo también esperaba a Papá Noel. No sé si me creerán pero, les cuento
que muchas veces, esperando muy atento su visita y tremendamente ilusionado con
lo que me podría traer, durante casi toda la Noche Buena, mi oído
muy atento, escuchaba cosas y ruidos inexistentes. A cada ruido yo pensaba que
era él pero, a pesar de la curiosidad, y el afán de sorprenderlo, siempre y no
sé en qué momento, me quedaba dormido.
Al despertar… ya el escurridizo viejecito había pasado por mi casa y ya
había dejado los humildes regalos para casi todos los niños. Mi familia era muy
pobre y, cualquier cosita que nos dejaba nos hacía muy felices. Por esos
tiempos de inocencia, jamás se nos pudo ocurrir, que el regalo lo compraban
nuestros padres o nuestros familiares que más nos querían y por eso, nunca recla-mábamos
nada.
¡Que hermosos tiempos aquellos!. Antes de las doce de la noche, eran muy
pocos los que andaban por las calles, ya todos estábamos reunidos en
nuestros hogares, esperando la media noche para celebrar el nacimiento
de Jesús. Llegada la hora, nos dábamos el abrazo y el beso con la familiar
frase ¡Feliz Navidad!. Luego del intercambio de abrazos y cariños,
nos apresurábamos para abrir los paquetes que contenían nuestros
regalos, luego nos sentábamos en torno a la mesa a disfrutar del chocolate, del
panteón y del plato que ma-má había preparado para celebrar esa fecha tan
importante. Durante la cena, conversábamos un poco de todo. Los niños escuchábamos
el relato de algunos pasajes de la vida de Jesús, de San José, de la Virgen, de
los Reyes Magos y de Judas el malo, el que había traicionado a Je-sús.
Luego nos íbamos a dormir.
Ya el 25, salíamos muy temprano a
buscar a nuestros amiguitos del barrio y a monear orgullosos con los
juguetes que nos habían dejado. Después de jugar con los amiguitos del barrio,
llegaba la hora en que nuestros padres, nos cambiaban y nos llevaban a visitar
a los abuelos, a los tíos y a los amigos de la familia para saludarlos por la
Navidad. Durante nuestro encuentro entre los amiguitos, pensativo y contemplando
las diferencias… se me ocurrían no sé qué cosas pero, luego
me olvidaba de ese detalle y nos poníamos a jugar. Mi camioncito de madera
corriente, pintado de colores, era más fuerte y más bonito que el del niño rico
del barrio que prendía sus luces, que tocaba su bocina, que corría solo y que,
hasta tenía su propio piloto. Sin embargo, el mío tenía más resistencia, más
espacio y soportaba en su tolva muchas más cosas. Estaba muy seguro
que si chocaba el mío con el del vecino rico, pese a su sencillez, el mío
saldría victorioso. Tampoco olvidaré jamás, como las niñas acomodadas del
barrio, jalaban sus hermosas y finas muñecas, cargándolas de cualquier manera
mientras que mi hermanita, con mucha ternura, acariciaba la suya que
era una simple muñequita de trapo. A ella no le importaba como eran
las otras porque, para sus ojos, la suya era la más hermosa de todas. ¿Y mi
trompo, ¡Ah!, aquel pequeño juguete que me hacía sentir orgulloso en
mi barrio… era invencible y todavía lo conservo conmigo en una caja de cartón
que atesora gran parte de mi infancia.
Que diferente es ahora, la familia se ha desintegrado de tal forma que
ya no se juntan ni siquiera los que viven bajo el mismo techo para celebrar la
fiesta más grande de la Humanidad: El Nacimiento de JESÚS… el hijo de Dios.
José Castro Silva - COL. 046